El ruidoso silencio de las ciudadelas que han sido engullidas por la selva desde hace cientos de años reinaba en Kuélap esa tarde. Las ruinas estaban vacías, salvo por el rumor de algunos picaflores, las melenas de las bromelias, y la presencia fantasmal de quienes construyeron esta fortaleza encima de un abismo, muy cerca del cielo, un desafío a la naturaleza.
La imaginación arrecia al medio de un monumento preincaico de esta magnitud, en el norte de Perú. Es como estar al medio de un sueño o de una novela de juventud...
Los otros pocos visitantes se habían ido con sus tours y era posible caminar a voluntad y en soledad entre los restos de más de 400 casas, de lugares ceremoniales, en un sitio protegido por inmensas paredes construidas con piedra y por un precipicio que domina todo el paisaje de esta zona cerca de la ciudad de Chachapoyas.
El secreto de este lugar es bien conocido para quienes logran llegar hasta allá. Primero hay que estar en una ciudad de partida, por ejemplo Chiclayo, a unos 750 kilómetros de Lima, y desde allí viajar en bus casi 10 horas, a través de la noche, cruzando montañas, para llegar en la madrugada a Chachapoyas. Entonces, o quizás al día siguiente, otras dos horas o más por un camino de tierra, a veces al borde de un abismo, y luego unos 2 kilómetros a pié por un sendero, a 3.000 metros de altura.
Al final del sendero aparece la gran pared de la fortaleza, rodeada por verdes de las más diversas tonalidades. Es una cumbre, la vista no distingue por allí otros lugares más elevados. De pronto, una entrada en la muralla, un largo pasillo flanqueado por muros altísimos con forma de embudo, de manera que al final sólo una persona a la vez puede entrar a Kuélap, un lugar aparentemente inexpugnable. Y adentro la alucinación lujuriosa: las piedras ensambladas por ancestros, que luchan contra una especie de selva de altura, o que se esconden entre sus sombras.
Pero el verdadero misterio de este lugar no reside en su historia, tampoco en el destino de una civilización, la de los Chachapoyas, de la cual se sabe poco, salvo que fueron invadidos por los incas a fines de los 1400, y luego por otros, y que fuera de sus casas y de una serie de restos funerarios no dejaron muchos rastros más. La seducción esa tarde viene por otro lado: estar allí es como habitar el sueño de un niño, de ciudades perdidas en medio de la selva, de voces ocultas que hablan desde las piedras.
El viaje comenzó en una casa de Lima, con vista a ese mar gris verdoso tan inquietante, con olas muy largas pobladas de surfistas, donde fuimos a cocinar. El almuerzo fue un azote, pero no un castigo. Habíamos ido al mercado, a comprar lenguado, calamares y hongos porcones de Cajamarca, que son una especie aparte por su aroma. Hubo fantasías: arroz con pato y unas ‘migas’ de la España meridional. Además unas botellas de syrah chileno. La música era salsa, la gente de varios países, y la conversación variada, aunque finalmente llegamos al itinerario, y el consenso fue que debíamos llegar hasta Kuélap, donde ninguno de los otros comensales había ido. Nos entusiasmamos. El rumbo planificado fue súbitamente alterado. Era un viaje de padre e hijo, una aventura.
Primero fuimos a Trujillo. Una ciudad caótica, más que colonial. Pero cerca de allí hay una joya cuya visión solo puede ser descrita con una palabra: conmovedora. Al principio la Huaca de la Luna es una colina marrón, pelada y seca. Pero apenas das la vuelta hacia la parte de atrás comienzan a aparecer las maravillosas imágenes que dejaron los moches, preincaicos y seguramente crueles.
Las escenas de decapitación son frecuentes. El dios principal, quizás temido y adorado al mismo tiempo, llamado Ai Apaec, de hecho era ‘el decapitador’. Hacia el año 800 los moches o mochica se disolvieron, probablemente a causa de los estragos climáticos de un fenómeno del Niño de gran intensidad. Para quienes vagan por esos lugares de Perú quedaron las estampas de arañas, de una especie de saurios con una cabeza cortada entre las garras, de seres humanos en fila, de pulpos y de olas de mar. Porque el mar está cerca.
Nuestro taxista cruzó la ciudad a toda velocidad y nos colocó en la entrada de Chan Chan. Es la ciudad de barro más grande del mundo, según la publicidad. Desde el punto de vista de quien quiere ver lo antiguo no es muy excitante, pues esta obra maestra de los chimú está muy reconstruida. Pero eso no debe desanimar una visita. Perderse entre sus callejuelas monocromáticas, que parecen haberse alzado desde el suelo del desierto por generación espontánea, provoca la sensación de estar en un laberinto sin fin. No es sofocante. Todo lo contrario, la falta de colores, en contraste con un cielo muy azul, y con el ruido de las olas que proviene desde más allá de los muros, alumbran. Dan ganas de quedarse un rato largo en Chan Chan, de acostarse en una de las inmensas plazuelas por la noche a ver las estrellas.
Cerca de Trujillo está el balneario de Huanchaco. Aquí abundan los caballitos de totora y los surfistas de diversas partes del mundo. Los pescadores parten en los caballitos a poner sus redes, y cuando regresan a la costa cabalgan las olas de pié o de rodillas manteniendo el equilibrio con un remo.
Pero había que seguir hacia el norte, a Kuélap. El bus dejó Trujillo rumbo a Chiclayo, donde llegamos de noche. Nuevamente el caos, un número imposible de pequeños taxis amarillos y un poco más afuera bandadas de taximotos, rickshaws traídos de Asia muy similares a los que aparecen en las películas de karate. No hay nada que decir de este lugar desde el punto de vista urbano. Más que una ciudad parece una aglomeración. Y no había mucho que hacer salvo enfermarse del estómago y verse condenados a permanecer tres noches allí.
Claro que cerca, en Lambayeque, está el museo de las ‘Tumbas reales’, dedicado al Señor de Sipán, moche o mochica. Nuevamente el esplendor de una cultura aparentemente cruel y desopilante. Esta vez además con adornos de metal, mucho oro. Seres humanos con cabeza de animales que nos recuerdan la mitología egipcia, dibujos en las vasijas de personas de perfil con extraños tocados que nos hacen pensar en los mayas, pero estamos en Perú, y sabemos, a diferencia de Spielberg y su personaje de Indiana Jones, que el quechua no se aprende con los guerrilleros mexicanos.
En todo caso, cuando llegaron los incas hasta esta zona seguramente no supieron nada de este señor de Sipán enterrado con séquito y joyas, pues los moches habían desaparecido antes. De regreso a Chiclayo descubrimos un lugar donde comer arroz blanco con zanahoria cocida, compramos unos gatorades y un termómetro, y vemos una sesión interminable de la serie CSI en la tele del hotel. Hasta que un anochecer llegó la hora de tomar el bus de Móvil Tours.
Y de la costa viajamos hacia el departamento de Amazonas, es decir a otro mundo. Aún antes de las cinco de la mañana, el primer vistazo permitía intuir que la ciudad de Chachapoyas es grata. Habíamos roto, de alguna manera, con una continuidad. El desierto, que en esta parte del mundo desemboca abruptamente en el Pacífico, se transforma en un interior pintado de verdes, con valles estrechos entre las montañas y al fondo de todo un río, azulado, transparente.
“Esto es casi ceja de selva”, nos dijo Edwin, a quien contratamos para hacer un paseo teóricamente suave el primer día. Pero el asfalto no existe, y casi todo son subidas y bajadas, así que cualquier excursión lleva bastante tiempo. Vamos hacia el pueblo de Levante, y en el camino subimos a campo traviesa por un sembradío de papas hasta el primer contacto con lo que dejaron los Chachapoyas. Un asentamiento, una pequeña ciudad tal vez, de ruinas circulares devoradas por la montaña y la selva. Nadie parece ocuparse de estos restos, es como si estuvieran allí por un accidente de la naturaleza. Sin embargo las paredes curvas están perfectamente expuestas, una atrás de la otra. El viento arreciaba. Un sitio solitario y misterioso.
Demoro varios días en volver a casa y encontrar una cita: “Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres”, que viene del cuento borgiano sobre un soñador soñado en “Las ruinas circulares”.
Al día siguiente salimos hacia Kuélap temprano por la mañana. En un comienzo la carretera acompaña al río y era desconcertante pues esperábamos subir mucho. Pero la realidad no tarda en llegar. En la población de Tingo Viejo un cartel indica el camino hacia las ruinas y se inicia el largo ascenso. Más allá de donde llegan nuestros ojos, más arriba, esta la ciudadela fortificada.
De repente aparece a lo lejos el precipicio que corona la montaña. “Dicen que esa roca tiene una veta de oro”, comentó nuestro chofer de turno, Felipe, propietario de una chacra en la zona quien también nos relató historias de senderos montaña adentro, de animales, de guerrilleros, de desastres naturales. Encima de la roca está la ciudadela.
Durante el largo trayecto en carretera la fortificación se intuye, pero nunca es posible adivinarla. Hay que llegar hasta allá. El sendero final desemboca abruptamente junto a la pared exterior. Piedras cortadas en rectángulos, ensambladas con una firmeza que ha desafiado los tiempos. Desde afuera, sin embargo, el interior es completamente invisible.
Une vez adentro el espectáculo es inquietante, en especial por la forma en que la vegetación ‘ha profanado’ el lugar. Pero además está esa sensación de soledad, en especial cuando pensamos en otros lugares magníficos de Perú que, especialmente a mediados de julio, están invadidos por hordas de visitantes. Con nosotros habría unas 30 personas ese día, pero luego también ellas se fueron.
“Los picaflores suenan brrr”, dice Olga, quien fue nuestra guía en la primera mitad de la visita. Permanecemos quietos un momento y no tardan en aparecer. Ella creció a unos cientos de metros de la ciudadela y conoce algunos de sus secretos.
Aunque nadie sabe exactamente quienes eran los Chachapoyas, ni siquiera cómo se llamaban a si mismos. Al parecer aparecieron en la zona hacia el 200 DC y la cultura comenzó a asentarse hacia el 800, cuando habría comenzado a construirse Kuélap. Pero a fines del siglo XV llegaron los incas, y todo parece indicar que fagocitaron a todo ese pueblo, Wikipedia dixit.
Al terminar la visita, el sentido de la realidad es tenue. Aún permanecimos un poco más en Chachapoyas, donde todos los días te proponen excursiones agotadoras a monumentos funerarios o a largas cascadas. Sólo aceptamos una cueva por la promesa de que no era lejos, pero las distancias nuevamente demostraron ser relativas.
No siendo del estilo de turista que debe verlo todo, ni de los que consumen guías y folletos, o se enrolan en tours de visiones pasajeras, la última tarde nos dedicamos a dar vueltas a la plaza mayor, como el resto de los mortales. Pero sin importar lo que estuvieramos haciendo, teníamos la memoria de la fortaleza impresa en nuestros pensamientos.
Aún varios días después, asediado por el rumor nocturno de esta ciudad a miles de kilómetros de distancia, es posible recordar el silencio y la frialdad de esas piedras.
Datos:
- Es posibe llegar a Chachapoyas desde Cajamarca, Tarapoto o
Chiclayo, a las cuales a su vez se puede acceder desde Lima. La gente
del lugar asegura que la mejor ruta es la de Chiclayo, hasta donde
llegan aviones.
- En Chiclayo hay tres o cuatro empresas que van a Chachapoyas, pero
casi todos prefieren Movil Tours, que manda un bus semicama a las 7,30
pm, con hora de llegada a las 5,00 am.
- Los tours se ofrecen en la plaza mayor de Chachapoyas. Aseguran
que es posible estar muchos días allí sin parar con los paseos,
agotadores todos. Cuestión de estilos. A las 8,30 salen las vans hacia
Kuélap. Pero por un poco más de soles es posible contratar un taxi, y
entonces uno puede permanecer en la ciudadela cuando los demás regresan
a almorzar. Es realmente emocionante disfrutar de la soledad y el
silencio en estas ruinas. Absolutamente recomendable.
- En Chachapoyas hay varios hostales, ubicables por internet. El más
conocido es Casa Vieja. También es posible conseguir alojamientos en
Marías, a unos 10 kilómetros de Kuélap, aunque el transporte allí es
(bastante) esporádico, más bien apto para aventureros caminantes. Y
además hay alojamientos cerca de las ruinas, habilitados por los
campesinos de la zona.
- Se puede subir a pié desde Tingo Viejo a la fortaleza por un
camino inca. La duración de la caminata va de 2,30 a 5 horas, según
quien la cuente. Se ve escarpado, quedó pendiente para otra visita.
- Hay otro sendero llamado del Gran Vilaya, un camino inca de 3 o 4
días, según quien te lo cuente, que desemboca cerca de Kuélap. También
se organiza desde Chachapoyas.
- En Kuélap nuestra guía fue Olga Susana, nos encantó.
- Usamos carros de una agencia frente a la plaza, Kuélap Agency
Tours, me parece, cuyo propietario Edwin es un profesor de historia
retirado. Amable, informado y disponible. [email protected]
- Un viaje al norte debería incluir Trujillo, por la visita a la
Huaca de la Luna, que es un sitio estelar. La ciudad de Chan Chan
quizás no lo sea tanto, pero caminar por sus callejuelas es
inquietante, en especial cuando no hay gente.
- Viaje con mi hijo de 11 años, principal motor del desvío hacia
Kuélap que no estaba en el plan inicial, y la travesía fue realizada
sin problemas salvo alguna turbulencia estomacal. Para los
gastronómicos: no es fácil comer al nivel de Lima.
- El viaje en realidad siguió después, hacia el norte, hasta un lugar de mar llamado Máncora, muy recomendable.
Se nota que sos de chile compadre!
Publicado por: Generic Cialis | 10/11/2009 en 12:34 p.m.
Simple y sencillamente preciosa, con tantos detalles me sentí parte de ella.
Publicado por: Viagra Without Prescription | 09/11/2009 en 01:50 p.m.
Me encantó tu historia, me transporté en el tiempo.
Publicado por: Generic Viagra | 05/11/2009 en 05:15 p.m.
Molto bello !!
E' una esperienza unica che spero Adriano abbia capito e apprezzato
Publicado por: vittorio | 30/07/2008 en 05:21 a.m.